MANIFIESTO ANTIMUSEO

Tomás Ruiz-Rivas,
septiembre 2005

I

El ser humano piensa con imágenes. ¿Qué significa esto? Que somos capaces de formar en nuestra mente representaciones de cosas que existen o que no existen, de otorgar a estas representaciones valores simbólicos, y de plasmarlas en un soporte para compartirlas. Este es el principio común y remoto de las artes visuales de todas las culturas, y se fundamenta en la naturaleza misma del ser humano.

Hablamos por tanto de un fenómeno de comunicación, que implica necesariamente la existencia de una comunidad.

Cada comunidad en su desarrollo ha codificado determinados sistemas de imágenes, de manera que las formas de representación y sus valores simbólicos sean estables y comúnmente reconocidos por todos los miembros. Pero al crecer las sociedades, ser sometidas unas por otras y establecerse el correspondiente aparato político, la producción y uso de las imágenes se ha visto sujeta a normas cada vez más estrictas: la autoridad ha determinado en cada momento qué se puede representar, cómo, dónde, etc.

Hasta la invención de la imprenta en 1448, las artes visuales fueron el principal vehículo para la difusión de los discursos hegemónicos, el medio para alcanzar las bases de la sociedad y dotarlas de un imaginario común. Una herramienta imprescindible para la formación de la subjetividad de los individuos.

En las diferentes culturas y a lo largo de los siglos el productor de imágenes ha sido un trabajador especializado, un técnico, cuya destreza no siempre ha implicado reconocimiento social y riqueza. En la mayoría de los casos su status fue el de un obrero, y en su trabajo no había lugar para el tipo de creatividad personal que hoy asociamos a las artes. No es hasta el ascenso de la burguesía como clase hegemónica que el artista se desliga del artesano y adquiere la personalidad pública que nosotros conocemos.

La forma de entender el arte que está vigente en la actualidad de manera global, la propia de la sociedad capitalista, se desarrolló a partir de los dos valores más básicos de la cultura burguesa: el individualismo y el dinamismo.

El individualismo es un resultado de la ruptura de todos los lazos sociales del feudalismo, en especial del dinástico. El sujeto burgués es autónomo, creador y propietario. Sólo desde estas bases pueden funcionar las relaciones sociales en que se basa la producción capitalista. Gracias a este nuevo sujeto es posible despojar al trabajador de cualquier atributo no cuantificable económicamente y reducirlo a su potencia como fuerza de trabajo, de la cual es propietario y vendedor. El genio artístico, tan caro a los románticos, servirá para legitimar esta nueva organización social.

El dinamismo es una condición inherente al capitalismo, ya que su economía es una economía en crecimiento. Se basa en la ampliación continua de los mercados, y demanda, en consecuencia, una permanente revolución tecnológica, y con ella la de todas las relaciones de producción, que a su vez arrastran tras de sí todas las relaciones sociales. En la sociedad burguesa el héroe es el trasgresor: el científico que desbarata todos los saberes instituidos para implantar nuevas teorías, el ingeniero que inventa nuevas máquinas, el empresario que descubre nuevos productos o mercados, y, como no, el artista capaz de efectuar rupturas e innovaciones en las formas de representación.

El arte moderno y contemporáneo representa, por encima de las peculiaridades de cada etapa, movimiento y artista, la naturaleza profunda del capitalismo: su carácter revolucionario y autodestructivo.

Las expresiones “postmodernidad”, “fin del arte”, “fin de la historia”, “fracaso de las vanguardias”, etc., no nos hablan tanto de un cambio profundo de la cultura de la sociedad capitalista en tiempos recientes, como de la compulsión de la burguesía por controlar la inercia revolucionaria propia del capitalismo. Del miedo de las clases hegemónicas a ser substituidas por otras nacidas de la misma dinámica renovadora del sistema.

II

La burguesía creó un sistema de auto-representación y legitimación a su medida. El Estado se constituye como la institución por antonomasia. El estado burgués tiene como cometido dotar de sentido a la comunidad: convertirla en un pueblo, en lo “uno”. Sus raíces se hunden en algo presuntamente anterior y ancestral: la nación, una entidad de esencia cultural – lengua, tradición, folklore, gastronomía – pero materializada espacialmente – como territorio. También se van a desarrollar, más allá del ámbito de la administración pública, formas de organización y espacios de interacción social que constituyen lo que conocemos como esfera pública. La esfera pública burguesa es totalizante, unitaria, y por supuesto basada en múltiples exclusiones. Una de las arenas de negociación de la esfera pública será la cultura, ya que el estado se basa en valores de naturaleza cultural.

Por esta razón el productor cultural, el artista, el poeta, el intelectual, se convierte en crítico. La función del artista no será más la glorificación de las clases dominantes o la producción de imágenes religiosas. Por una parte, como hemos visto, debe responder al movimiento incesante de la economía capitalista, asumiendo el liderazgo en la innovación de las formas de representación de la sociedad. La transformación incesante de las formas de vida y las relaciones sociales hace necesario un trabajo continuo de revisión, crítica y reajuste de los símbolos que operan en el imaginario colectivo. Por otra parte su trabajo forma parte de esa esfera pública donde se publicitan los conflictos sociales, y que más tarde se dará como conflicto en sí misma. El artista, como todo intelectual, es un contendiente activo en la esfera pública burguesa.

El museo aparece en el siglo XVIII como una institución clave para la representación del nuevo sujeto. El museo consuma la laicización del arte, su separación del culto religioso, y pone también de manifiesto la desaparición de la religión como esfera pública: la fe protestante pertenece al ámbito privado. Paralelamente el museo hace público el arte profano, creando un nuevo espacio de representación, y lo historiza. De esta manera articula la historicidad del capitalismo y regula su estado de revolución permanente, fijando el presente, autorizándolo. También separa la alta cultura de la baja, y en estadios más avanzados discriminará, de entre toda la creación artística de un momento dado, la que entra en la categoría estética de moderno o contemporáneo de la que no merece tales calificativos. En el museo se muestra el tipo de temporalidad que corresponde a la sociedad capitalista, facilitando una visión redentora de la sublevación de los burgueses contra la monarquía y la Iglesia: como superación histórica.

También arranca los patrimonios artísticos de la aristocracia del ámbito de lo privado y los entrega al dominio público, dentro del proceso de construcción del nuevo estado nacional y la creación de la esfera pública.


El museo es un artefacto complejo. Su ámbito de acción no ha dejado de crecer y evolucionar, asumiendo siempre nuevas funciones. Básicamente es un instrumento de difusión e imposición ideológica. Incluso como marcador del espacio urbano tiene ante todo una dimensión ideológica. Ya hemos visto como los valores más básicos del capitalismo están representados en el arte moderno. En el museo se canoniza esta representación, dándole toda la legitimidad que puede conferir el poder político, y se entrelaza con una infinidad de capas de significado.

La obra de arte que entra en el museo ya no debe salir de él. Se convierte en un bien público, desprovisto de valor de cambio. Se monumentaliza. Es puro valor de uso, para un espectador que presuntamente adquiere experiencias valiosas a través de su contemplación. El museo saca la obra de arte del circuito de consumo de mercancías y, en un tropo difícil de entender, disloca su temporalidad, insertándola en una historiografía que le confiere una determinada forma de intemporalidad.

El desarrollo de las instituciones de exhibición de arte “actual” – moderno primero y contemporáneo después – ha sido paralelo al desarrollo del capitalismo. Desde la reforma del Salón de los Artistas de París en 1791 y la formación de las primeras Kunstverein alemanas a partir de la década de 1820, pasando por la creación de los primeros museos que incluían el término “moderno” en su nombre, como el Museo de Arte Moderno de París en 1905 o el MOMA en 1929, y hasta la expansión de centros de arte contemporáneo y bienales de la actualidad. Al mismo tiempo que las instituciones públicas de exhibición de arte se especializan y perfeccionan, la evolución del capitalismo pone al descubierto cual es la auténtica esfera pública burguesa: el mercado. En nuestra sociedad sólo es público aquello que deviene mercancía. Ser público es ser mercancía; no existe otra forma de publicidad.


En el siglo XX, y a medida que la esfera pública burguesa se descompone, las artes visuales, entre todas las manifestaciones culturales, logran consolidarse como una esfera pública autónoma, gracias a un doble sistema de distribución, tan sorprendente como contradictorio: un sistema a la par institucional y comercial, la galería y el museo. El desarrollo de un sistema así, donde se conjugan las variadas duplas contradictorias de la sociedad burguesa – público/privado, ética/utilidad, sagrado/profano, valor de uso/valor de cambio… – permite que el arte contemporáneo se erija en representante protagónico todo el impulso innovador de la sociedad, fagocitando las demás artes e instituyendo nuevas demarcaciones entre alta y baja cultura.

III

El arte en la sociedad capitalista se ha entendido en función de los dos valores señalados: individualismo y dinamismo. Por eso al analizar la producción de la obra de arte se ha atendido sólo al acto subjetivo de concepción de la imagen. En todo caso al proceso físico de pintar, modelar o esculpir, por el que el artista da forma a su idea haciendo uso de determinadas capacidades técnicas, pero sobre todo de una forma de talento no racional, y no transmisible, que se considera aún hoy una de las cualidades específicas del creador.
Sin embargo la creación artística debe ser considera
da un proceso social, en el que hay, como en todo proceso de trabajo, tres momentos: producción, distribución y consumo.
En la producción no sólo entra el acto subjetivo del artista y la manufactura de la obra, cada vez más irrelevante en términos estéticos, sino que concurren multitud de fuerzas productivas de la sociedad: desde los fabricantes de la materia prima y máquinas que usa el artista o los técnicos que contrata para diferentes labores, hasta la multitud de artistas no reconocidos que alimentan un sustrato necesario para la emergencia de individualidades geniales. Esto es algo estructural en el arte moderno y contemporáneo: el artista fracasado es algo más que un término de comparación dentro de un sistema de jerarquías o niveles de publicidad; en la tradición moderna el acto creativo involucra absolutamente la subjetividad del creador y es de naturaleza privada; el tránsito a lo público precisa de un amplio compromiso de la sociedad con la creación, que se traduce en una masa crítica de creadores en activo. Sin esa masa productiva la originalidad o la genialidad no serían más que formas de extravagancia.

El culto a la personalidad carismática del artista ha acabado por generar un Star System, un sistema en el que el sujeto como tal es lo que se hace público y constituye la mercancía.
La distribución es el proceso de legitimación de la obra de arte. Esta no es considerada tal sin un proceso de socialización, en el que la institución reconoce determinados valores y el mercado asigna una cotización, un valor de cambio. En este proceso se involucran los museos y las galerías, y es también esencial el papel de la crítica. Más allá de la anécdota de la crítica periodística, de la reseña de exposiciones y su influencia comercial, los problemas de legibilidad de la obra de arte contemporánea, provenientes, por ejemplo, de la tensión entre significado y significante o del conflicto entre el sentido inculcado por el autor y el producido por el espectador, se resuelven situando la obra en un marco discursivo, en un espacio lingüístico. La creación de este espacio, del discurso artístico, es un elemento del proceso de socialización, y como tal parte del proceso social de creación artística que estamos describiendo.

La obra de arte, como todos los productos en la sociedad capitalista, deviene pública cuando se transforma en mercancía. Esto no tiene nada que ver con la idea romántica de pureza artística, no venderse o ignorar los intereses materiales. Como ya hemos comentado, en la actualidad la esfera pública burguesa se identifica con el mercado, son una misma cosa. Es público aquello que se incorpora al mercado, que es mercancía. La obra de arte no puede existir más que como mercancía, salvo que disolvamos la noción de “artístico” en cualquier práctica creativa privada.

También debemos considerar parte de la distribución la enseñanza del arte en todos sus niveles, porque mediante ella la mirada del espectador o consumidor es educada para discernir y apreciar el objeto artístico. Este discernimiento no es una operación sencilla, ya que no estamos hablando del disfrute de supuestas cualidades formales, de una belleza universal, sino de la identificación correcta de discursos culturales. En la mirada hay implícito un acto de juicio, y por lo tanto una posición ideológica.

El consumo es el momento en que se produce el significado de la obra de arte. El consumidor, como sujeto, establece la relación con la obra, el objeto. Esta relación está mediada por el sistema de distribución, en el sentido de que éste predispone determinadas lecturas, y su articulación es quizás el auténtico campo de batalla del arte actual. Los “ready made” de Duchamp explican mejor que cualquier teoría la naturaleza productiva del consumo. La obra de arte adquiere un sentido, se completa, podríamos decir, en el momento en que alguien es capaz de identificarla como tal y de situarla en el espacio discursivo que hemos señalado al hablar de la crítica.

IV

En la segunda mitad del siglo XX la sociedad que se ha reconocido a sí misma como público de las instituciones culturales burguesas va a entrar en crisis. Las causas de la descomposición de la esfera pública decimonónica son muchas: la aparición de nuevos sujetos, como el femenino y el postcolonial, cuyos contenidos no coinciden necesariamente con los del sujeto burgués, la masificación de los medios de información, que conlleva la verticalización de la comunicación y su sumisión a objetivos empresariales, o la evolución del mercado, no sólo cuantitativamente, en el sentido de una ampliación geográfica y social, sino cualitativamente, en el sentido de que desplaza los contenidos políticos y culturales de la antigua esfera pública, para identificarse con ella y organizar las relaciones humanas sobre el flujo de la compraventa de mercancías. El desarrollo del capitalismo da lugar a una sociedad en la que las relaciones humanas no se experimentan más de forma directa, sino simbolizadas por bienes.

Expresado de otra manera, el discurso cultural de la burguesía, de carácter público, es substituido por el plan de marketing, que pertenece al ámbito de lo privado, y que ya a mediados del siglo XX es reconocible como el gran configurador de subjetividades. El público, entendido aquí como audiencia, se convierte en target, y es segmentado en función de los objetivos de la política de ventas de las empresas.

Para el marketing el público ya no es más una comunidad de lenguaje, construida de manera participativa y dinámica, sino una audiencia preexistente, grupos cuyas afinidades son afinidades de consumo, con frecuencia justificadas a partir de identidades raciales, sexuales, lingüísticas, etc., y cuyos gustos o inclinaciones se pueden conocer con herramientas estadísticas, así como influir por medio de técnicas publicitarias.

En esta etapa del capitalismo, llamada tardía o, con más acierto, postfordista, hay dos fenómenos clave: la producción deja de orientarse al objeto, al clásico producto industrial, como un coche o un bolígrafo, para orientarse al conocimiento: el objeto se convierte en un vehículo de la experiencia, y la elaboración de éstas a medida de cada target específico (costum) es el centro de la producción capitalista actual. Un coche o un bolígrafo son ahora portadores de una marca, y con ella de una forma de vida, de una experiencia estandardizada y convertida en mercancía. Lo que produce la riqueza no es la capacidad técnica de construir esos bienes físicos, como en el capitalismo fordista, sino la capacidad de asociarlos a experiencias, es decir, la capacidad de producir bienes inmateriales, de carácter emotivo y cognitivo. Por ejemplo, y siguiendo con las marcas de coches y bolígrafos, podemos pensar en un Mercedes Mont Blanc o en un Citroen BIC. Inmediatamente imaginamos como será el conductor de cada uno, su ropa, la música que oye en sus desplazamientos…

Esta transformación del capitalismo tiene una consecuencia importante: la su
bjetividad del individuo y su potencial creativo son incorporados a los procesos productivos, perdiendo la autonomía que en la época anterior situaba la producción cultural en un espacio privilegiado para la crítica de la razón instrumental.

El otro fenómeno es la absorción de los periodos de tiempo improductivos, en los que no se da la relación laboral propia del capitalismo, al proceso de producción: la invención del ocio.
También en esta etapa el estado nacional entra en crisis, superado por relaciones productivas transnacionales y la quiebra del modelo de bienestar.

En este contexto aparecen las alternativas sociales, políticas y culturales, como respuesta a la imposibilidad de seguir pensando en una esfera pública universal. Las manifestaciones contraculturales de los años 60 son el primer paso de este cambio en los comportamientos o tácticas de oposición al capitalismo. El desarrollo imparable de éste desde entonces ha impulsado nuevas formas de organización social, que desde hace años se denominan con el atractivo nombre de contra-públicos. La lectura fragmentada que el marketing hace de la sociedad tiene su contraparte en la disolución del pueblo en la multitud.

La pretendida universalidad del museo pierde su sentido a partir de aquí. Desaparecida la esfera pública burguesa, el modelo de sujeto burgués, y cuestionada la alta cultura, el museo de arte contemporáneo se ve irremediablemente asimilado a la industria del ocio, y empieza a considerar también a su público ya no más como “lo público” abstracto, sino como un conjunto de targets a los que debe saber captar. La cultura se convierte en un bien de consumo, perdiendo aquello que ha sido la justificación de su existencia en la modernidad: la capacidad de producir discurso crítico.

Por regla general el artista contemporáneo acepta con agrado la desaparición del discurso crítico, una vez que la contemporaneidad se justifica sobre todo por el recurso a determinados tópicos formales y no por un posicionamiento ideológico o discursivo. La existencia de un sistema – llamo sistema a lo que conocemos como mundo del arte – que se legitima a sí mismo por medio de una dialéctica entre arte contemporáneo y no contemporáneo, en la que la contemporaneidad es siempre una categoría estética positiva, asociada a una idea vaga de progreso, le exime de desarrollar cualquier forma de pensamiento crítico, al mismo tiempo que le permite participar un lucrativo negocio.

De hecho las actuales formas de visibilidad del arte y del artista descartan la crítica. El artista trabaja en la producción de una marca, no en la construcción de un discurso. La autoría del artista, que en principio se daba como un acto de afirmación del nuevo sujeto burgués, propietario y autónomo, se ha t
ransformado en marca: la autoría substituye al discurso como elemento significativo de la obra; el nombre del artista se convierte en un conglomerado semántico capaz de organizar la relación que antes hemos señalado entre el objeto (obra de arte) y el sujeto (público). A veces con el apoyo de marcas visuales que se repiten en la obra, estilemas que funcionan como un logo, pero con frecuencia con la mera imposición del nombre.
La evolución lógica es la implantación de un Star System. El Star System tiene como núcleo la fama misma. La fama es una forma específica de “ser público”, de “estar en lo público”, que no tiene nada que ver con el prestigio. En ella es la personalidad pública lo que se vende. Es la publicidad del individuo en cuanto a individuo lo que constituye la mercancía. Da igual que hablemos de cine, música pop, televisión freak o arte contemporáneo: en todos los casos lo que se ofrece al consumo es la personalidad y la experiencia vital del famoso, que aplaca la frustración del consumidor, del trabajador sometido a una alienación perfecta, total.

En realidad es la categoría misma de contemporáneo lo que ha dejado de funcionar. La percepción que se ha extendido de fin de la vanguardia y agotamiento del arte se debe a que el recurso a los tópicos mencionados (uso de determinadas tecnologías, adscripción a estilos o disciplinas consideradas modernas…) ya no es suficiente para diferenciar el trabajo del artista supuestamente contemporáneo del convencional; no se establecen fronteras claras entre un video artista o un fotógrafo y un pintor de oficio o un escultor de medallas conmemorativas.

O expresado de otra manera, la producción cultural contemporánea ya no se sujeta a las disciplinas y categorías de la modernidad, ni a la división entre alta y baja cultura. Manifestaciones características de esta última, como la música popular o el comic, han ocupado eventualmente un lugar privilegiado en la producción de discurso crítico, si bien la baja cultura tiene una marcada propensión a la mercatilización acrítica.

Más allá de estos fenómenos, el escenario actual de la producción cultural crítica es mucho más complejo que el de las artes plásticas propiamente dichas. Ya no hay una disciplina o género que pueda alardear de tener la legitimidad en la renovación de lenguajes o formas de representación de la sociedad: en artes plásticas, en cine, en música, en cualquier mercado específico, encontramos tanto producción crítica como acrítica. La pretensión de contemporaneidad de las artes visuales, proclamada en los nombres de museos, bienales y ferias, resulta hoy difícil de justificar, pero no porque hayamos llegado a la posthistoria o al fin del arte, como pretenden los conservadores, sino al contrario, porque se está redefiniendo lo contemporáneo y se están estableciendo nuevas reglas de legitimación de la cultura.

V
El Antimuseo es un centro experimental de arte contemporáneo. Consideramos que las artes visuales pueden y deben ser un instrumento de emancipación. Que en un panorama en el que las prácticas políticas tradicionales han perdido sentido, la subversión cultural es uno de los campos de acción más fecundos para generar espacios de resistencia, potenciar la democracia y preservar la diversidad social.

Nuestro objetivo es desarrollar nuevos formas de publicidad y de relación con la sociedad. Al contrario de los modos de visibilidad característicos de la industria cultural – como presencia en los medios de comunicación y fama – el Antimuseo trabaja en la construcción de públicos. De comunidades comunicativas efímeras, pero capaces de producir sentido y de articular entre sí diferentes esferas contra-públicas. Trabajamos por lo tanto desde discursos que rechazan la antigua pretensión de universalidad de la cultura.

El Antimuseo no pretende el asalto a la institución, el relevo del grupo en el poder sin modificar la estructura de éste. Al contrario, debemos sustraer contenidos a la institución, negándonos a colaborar en su espectáculo. Negándole la fuente de legitimación que tradicionalmente ha extraído de la creación artística de base. En la primera etapa del Ojo Atómico planteamos la noción de “zona de sombra”, como un espacio de creación artística oculto a las instituciones y los medios, pero permeable. La producción de este tipo de espacio, que ahora llamamos “esferas contra-públicas”, es el primer cometido de los proyectos llamados alternativos.

No se trata tanto de proponer soluciones definitivas como de abrir el campo de los interrogantes.

El Antimuseo debe desarrollar sus propios medios de comunicación, para liberarse de la tiranía y la banalidad de los medios de comunicación de masas. La dependencia psicológica del impacto en prensa es uno de los mecanismos de represión que operan sobre la creación artística. La visibilidad, la publicidad, no es buena en sí misma. Debe estar orientada a crear una comunidad, un público. Para ello disponemos hoy de infinidad de medios: Internet, impresos, desde flyers y carteles a publicaciones como ésta, asambleas…

El Antimuseo fomenta la participación de la ciudadanía en la creación artística de vanguardia. Nuestra primera iniciativa es la organización de talleres entendidos como procesos colectivos de creación, en los que hemos desechado el modelo pedagógico que establece jerarquías entre profesor y alumno. El resultado de estos procesos colectivos es lo exhibible, el contenido del Antimuseo, no una falsa forma de participación popular en la obra sacralizada.

Nuestro proyecto está ligado a un territorio concreto: el barrio de Prosperidad. El trabajo sobre problemas reales y la colaboración con colectivos y asociaciones civiles ha pasado a ocupar un primer plano.

En conclusión, el artista, el productor cultural en sentido amplio, no puede ser más un simple “fabricante” de objetos, sino que debe implicarse completamente en todo tipo de funciones y quehaceres culturales y políticos. El campo de sus actividades debe ser increíblemente amplio e inestable. El profesional experto en determinadas disciplinas debe desaparecer y ser substituido por un amateur, capaz de caminar sobre diferentes superficies sin perder el equilibrio. El problema del artista actual no está en qué lanza al público, la obra de arte como objeto contenedor de significados; sino en cómo se dirige al público, el artista como generador de contrapúblicos.

El Antimuseo es la institución inacabada y transitoria donde se experimentan nuevas prácticas artísticas y nuevas relaciones sociales.